Había imaginado muchas veces aquel encuentro. Mi esposa había incluso bromeado con la posibilidad de conducirme a un programa de televisión para darme la sorpresa de conocerlo en persona. Pero ayer, como si fuera la cosa más natural del mundo, ocurrió. Conocí a Chiquito de la Calzada.
Una reunión de trabajo interminable en Málaga me condujo junto a algunos compañeros a un almuerzo forzado en el Café de Chinitas. Pensándolo más tarde, lo cierto es que no podía haber previsto un escenario más idóneo para un encuentro de aquel tipo: la cuna del costumbrismo malagueño, el mítico café que inmortalizara en su coplilla el mismísimo García Lorca, un verdadero tesoro –doy fe- de la cocina andaluza más tradicional y exquisita (especialmente recomendables las tortillitas de bacalao). Al entrar, lo primero que sentí fue turbación. Chiquito de la Calzada almorzaba junto a su inseparable esposa y un par de amigos –uno de ellos, deduje, el actual propietario del café-, aderezando su conversación con continuos tics y comentarios jocosos. A lo largo de la comida seguí sus gestos con cuidado y rigor entomológicos. Me llamó la atención su fidelidad icónica al modelo televisivo y, sobre todo, el impecable aspecto de sus manos, con unos dedos finos que algún avezado en tópicos habría descrito como de pianista. Cuando habían consumado los postres, y ayudado por un par de cervezas, logré superar el azoramiento y me dirigí a él. Le arranqué la foto que ven y logré hilvanar una confesión:
-Chiquito, eres el número uno. El más grande.
Ahora que mancho el post de palabras pienso en que podría haber sido menos lacónico, en que podría haber intentado huir del cliché con alguna observación más aguda. Pero lo cierto es que esta recurrente frase resume a la perfección lo que representa Chiquito en el panorama del humor y, me atrevo a decir, del arte postmoderno nacional. Tras la marcha de Chiquito, en nuestra mesa se inició un ligero debate sobre la contribución y dimensión del artista malagueño dentro del panorama artístico nacional. Como vieran mi encendida defensa de Chiquito, no dejaban de preguntarse y preguntarme si realmente hablaba en serio, o si sólo se trataba de una frivolidad de diletante a los postres. No encontraba, por encima del tono distendido reinante, la forma de dar seriedad y consistencia científica a mi discurso, ya que, lejos de ser una boutade, estoy firmemente convencido de mi vindicación.
Chiquito de la Calzada revolucionó el panorama del humor nacional a mediados de los noventa. Primero, por su capacidad (consciente o inconsciente, qué importa) para generar un lenguaje autóctono, una forma de expresión completamente innovadora que hoy, cuando la vela mediática del malagueño ha enflaquecido, sigue firmemente vigente en nuestro vocabulario cotidiano. Segundo, por su visión surrealista del humor, una visión que engarza directamente con la tradición de genios renombrados como Tati pero a la que aporta matices de la tradición cultural hispana más barroca (el hambre, la penuria, el sexo, la muerte...). Tercero, por el carácter totalmente postmoderno de su discurso humorístico. En el chiste de Chiquito, no importa para nada el final, lo que importa es la propia historia; un chiste puede concentrar su gracia en un único comentario, o en un solo gesto (levantar la pierna á lá Chiquito, por ejemplo). No hay presentación, nudo y desenlace, al menos no como lo conocemos de forma convencional. Su postmodernidad se deja sentir también en la combinación de la palabra y el gesto; la palabra alcanza casi el mismo rango que la imagen, convirtiendo así su representación en un espectáculo audiovisual.
La principal estrategia de los detractores de Chiquito para degradar su arte (que no su contribución, ya que ésta es incontestable) apunta a la extracción popular del artista, su ausencia de intelectualidad, su analfabetismo. Chiquito, arguyen, no es consciente en ningún momento de estos aspectos, su arte es totalmente espontáneo y básico. Quienes esto piensan deberían, primero, pensar en que la Historia del arte está plagada de analfabetos con genio, a los que posteriormente inundaron de intelectualidad y de teoría. Y segundo, que si algo caracteriza a la televisión es precisamente su condición popular, su capacidad de hacer llegar las imágenes y las palabras de forma masiva a la ciudadanía. Ningún artista nacido en la televisión puede no ser popular, porque la popularidad va intrínsecamente unida al medio.
Hubiera sido imposible comunicar a Chiquito todas estas cosas, probablemente la mitad ni las hubiera entendido, pero yo abandoné el Café de Chinitas con la cara partida por la sonrisa porque había conseguido conocerle, verlo de cerca y posar junto a él. Estoy convencido de que algún día, cuando superemos toda nuestra mojigatería intelectual, sabremos reconocer a Chiquito su verdadera contribución al arte nacional. Entonces yo diré: “¿Os dais cuén?”
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2 comentarios:
jeje...pues felicidades por el encuentro.Aunque conoces que discrepo en la apreciación sobre el personaje en cuestión, ha sido un placer leer como lo defiendes (sustentando tus opiniones con ideas) con pasión y vehemencia.En serio, me ha gustado.
querido amiguete.
debió ser apoteósico para tí ese encuentro; me lo puedo imaginar xq aún recuerdo yo hace ya por lo menos 10 años cuando lo vimos en la feria de Bormujos como algo irrepetible e inolvidable.
No dejes d contarle a tu hijo Pablo cuando sea mayor los buenos ratos que nos hizo pasar el gran "Chiquito de la Calzada"
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