Blog libre e independiente sobre televisión. Noticias, críticas y análisis de nuestra realidad catódica desde el criterio y la libertad.

2006/07/26

La triste decadencia de la publicidad

No sé si sólo es una percepción personal que estoy retroalimentando cada día o constato una realidad evidente, pero llevo meses observando una franca decadencia en la creatividad y originalidad de los anuncios emitidos por televisión. A pesar de que en general, todos zapeamos o aprovechamos para hacer otros menesteres mientras paralizan la emisión del programa que estemos viendo (pudiendo incluso olvidar lo que veíamos a causa del exceso de tiempo dedicado a la publicidad), también es verdad que dedicamos bastantes minutos de nuestra exposición al cacharro catódico a soportar incontables anuncios que nos cuentan las excelencias de todo tipo de productos. A menudo, entre la infinita maraña de publicidad aburrida y convencional de colchones, productos de limpieza, colonias, juguetes o coches siempre aparecía un anuncio que deslumbraba por su originalidad, frescura, calidad técnica o inteligencia. Más allá del producto que promocionase. Pero últimamente este tipo de publicidad parece una especie en extinción, que cada vez aparece con menos frecuencia.

¿Es un problema generado por la falta de ideas y el conservadurismo de las agencias de publicidad? ¿O más bien es causado por un miedo incontrolable de las empresas que buscan la promoción de sus productos, hacia campañas demasiado agresivas o diferentes? Sin desdeñar ciertos aspectos de la primera opción, me decanto principalmente por la segunda. No parece creíble que la imaginación humana se haya extinguido de repente y no sea capaz de logros mayores que la mediocridad masiva que nos invade a través de la televisión. No, lo que hay es miedo. Miedo a no ser políticamente correcto y a arriesgar. Miedo no sólo a no llegar al sector del público al que se quiere vender el producto, sino a ser vilipendiado y atacado por alguna de las infinitas y aburridas asociaciones de algún colectivo hasta ahora desconocido, y que con la inestimable ayuda de ciertos medios de comunicación conseguirá que la marca, la empresa o el producto en cuestión quede marcado negativamente.

Es curioso, no se quieren riesgos por tanto a la hora de abrir nuevas vías creativas. Se debe eliminar el sarcasmo y la visión irónica sobre el mundo que nos rodea. Se busca un tipo de anuncio conservador y efectivo. Pero eso sí, como los tópicos arraigados, estúpidos y retrógrados son ampliamente conocidos, y la defensa social contra ellos es más general y abstracta, no centrándose en ninguna empresa en particular, se pueden seguir manteniendo sin miedo a un rechazo concreto. De esta manera perviven en la gran mayoría de los anuncios roles familiares masculinos y femeninos francamente deplorables, convencionalismos sociales elitistas y discriminadores, y por supuesto la utilización zafia del sexo como reclamo ineludible para vender cualquier producto. No pongas a un enano o a una china en un anuncio con más o menos gracia, porque agredirá la sensibilidad de colectivos específicos que amenazarán con campañas de desprestigio y contarán con voces aburridas que apoyarán sus causas; pero coloca tranquilamente a una mujer frotándose lasciva y desesperadamente contra un muro debido a que detrás de él un capullo pinta la pared con un reloj hortera descomunal, porque nadie verá nada malo en ello, e incluso quién sabe, algún gilipollas pensará que comprándose ese peluco tendrá a una actriz famosa a sus pies.

Está claro, aceptamos sin problemas que los coches se vendan como una extensión del falo masculino, que los desodorantes se utilicen para provocar irrefrenables deseos de follar a toda chica con la que te encuentres, que los juguetes infantiles vayan ayudando a los más pequeños a desarrollar los roles más arcaicos, que los productos de limpieza, salvo excepciones igual de lamentables en el sentido contrario, sigan enfocados hacia las mujeres en su condición inevitable de amas de casa (impresionante el de la elefanta de dibujos animados que tiene limpiar la casa porque su marido el ciempiés, deja tirados sus zapatos en cualquier rincón de la misma) y que los productos de belleza femenina den la imagen de que todas las mujeres son unas obsesas enfermizas en busca del cuerpo que nunca tendrán pero que esos productos prometen, para así ser más guapas que el resto de sus amigas.

Este tipo de anuncios que además suelen ser repetitivos, aburridos y simplones, sirven para promocionar cientos de productos diferentes de la misma forma y se mantienen sin problemas en antena ante la indiferencia y aceptación general. Este hecho debería provocarnos una reflexión como consumidores, no sólo de los productos sino también de su publicidad ya que además, su supuesto éxito penaliza la realización de campañas publicitarias más ambiciosas y cuidadas, porque el objetivo buscado parece conseguirse mediante sandeces. Imagino a algunos publicistas desesperados al enfrentarse a la realización de un nuevo spot, autocensurándose de manera continua para no ofender a ningún colectivo, intentando crear algo distinto para no cansar al aburrido telespectador, para al final deslizarse sin remedio hacia la mediocridad y lo convencional ante la imposibilidad de dar una vuelta de tuerca a algunos de esos manidos tópicos, que finalmente sí tendrán que utilizar.

Y qué decir de los anuncios de la radio... Sería asunto para otro post completo.

2006/07/25

Mi cuñado y Zidane

El otro día, mi cuñado celebraba su cumpleaños en su casa. Debido al ruido, y probablemente a los trastornos del calor, tuvo un rifirrafe con su vecino: mi cuñado le llamó hijoputa y él respondió exhibiendo un machete y una porra, amenazando con rajarlo. Entre una y otra reacción media un abismo: la reacción de mi cuñado entra dentro del ámbito, siempre más flexible y disculpable, de la palabra; la segunda, dentro del terreno, mucho más peligroso y sin posibilidad de enmienda, de los gestos. El dicho frente al hecho, la palabra frente al gesto, el logos frente al factus: dos elementos, si no antagónicos, sí bastante diferenciados, ante lo que la sociedad reacciona con respuestas muy distintas: podemos aprender a perdonar la palabrería o las frases hirientes, pero no transigimos cuando esas palabras se transforman en hechos. El vecino de mi cuñado, por lo demás un completo cretino, tendrá que vérselas muy pronto con la justicia por su imbécil gesto. Hay veces, sin embargo, en que esta máxima se quiebra. A los ídolos, a los grandes iconos, a los personajes que viven encerrados en la hornacina del genio, se les perdona todo. Es lo que le ha ocurrido a Zidane, en su enfrentamiento con el italiano Materazzi. Una vez más, la televisión contribuye a distorsionar la realidad, creando percepciones paralelas que en principio no tendrían mayor importancia de no ser por el efecto supuestamente educativo que muchos ciudadanos atribuyen, consciente o inconscientemente, a la caja tonta.

Ateniéndonos a la matemática, las sanciones impuestas a uno y otro jugador resultan descabelladas por lo similares que resultan entre sí: pegar un cabezazo a un jugador delante de más de 50 millones de espectadores sólo vale un partido de sanción más que decirle al oído a alguien que su madre es una puta. Pero es que encima, un cabezazo en una final del mundo no es óbice para que a uno le quiten el título de mejor jugador del planeta, a pesar de que la deportividad es uno de los valores intocables que se atribuyen a un buen jugador.

Aunque no tiene mucho sentido, -Materazzi es, a buen seguro, mejor deportista que mi cuñado, a pesar de que últimamente está haciendo progresos con el pádel-, puedo imaginar al italiano abriendo la puerta y discutiendo con un vecino a causa de los ruidos como lo hizo mi cuñado el otro día. Puedo imaginar a Materazzi mandando al vecino a tomar viento fresco. Y también puedo imaginar que en lugar del bestia del vecino de mi cuñado fuera Zidane el que participara en la discusión. Con toda seguridad, después del cabezazo, esa noche Zidane hubiera pasado la noche en el calabozo municipal. Y nadie en el mundo podría haber hecho la menor objeción. Sin embargo, paradójicamente, es delante de una platea mundial, ante 50 millones de personas, cuando la lógica sanción pierde fuelle y se diluye hasta el punto de transformarse en anécdota. Esto me hace pensar en el influjo inmunizador de la televisión. Una vez transformados en ídolos, nadie puede tocar al personaje televisivo. Por más pederastia que le echen, Michael Jackson nunca dará con sus huesos en la cárcel. Da igual que James Brown pegara a su mujer hasta en el cielo de la boca; su paso por el trullo sólo es un galón más para su bravo curriculum de gallito. Farruquito nos ha enseñado cómo un día es posible atropellar a un inocente estando borracho y sin carné y al otro pelar gambas a dos manos. Podríamos poner ejemplos hasta cansarnos de los privilegios de estas divinidades artificiales, que han conseguido ser lo que son a base de una suma proporcional de talento –a qué negarlo- y de cultivo concienzudo de una imagen pública atractiva y aparentemente intachable. Gracias a Dios, el vecino de mi cuñado no pertenece ni de lejos a esta categoría, y parece que, de momento, Julián Muñoz tampoco. Todavía hay un resquicio para la esperanza.

2006/07/17

Maradona, el último punk

Daniel Ruiz

Goya no llegó a saberlo, pero la televisión fabrica más monstruos que el sueño de la razón. El rango de personaje televisivo permite al monstruo desprenderse de sus atributos humanos, convirtiéndose así en icono, en representación visual de un compendio de habilidades y defectos con trazos que, a fuerza de hipérbole y exageración, se vuelven fácilmente transformables en carne de ficción. Es esta perspectiva la que me permite aseverar sin problemas de conciencia que hay personajes de la vida pública a los que, en este momento, les resultaría muy beneficioso dejar de existir. Muy beneficioso, me explico, para su dimensión icónica, para su imagen y su figura como personajes admirados, como mitos. Es una tesis arriesgada y algo frívola que, desde mi condición de espectador de esa gran ficción llamada televisión, mantengo desde hace mucho tiempo, y que en estos momentos sería totalmente aplicable a ese gran mito vivo que se llama Diego Armando Maradona.

El reciente Mundial de Fútbol retransmitido por Cuatro nos ha dejado la olvidable estampa de un Maradona absolutamente apático, que aportaba opiniones prescindibles, correcto en el mejor de los casos, y con un entusiasmo en los partidos de España que olía demasiado obviamente a chequera. Maradona estaba allí, parecían transmitir sus gestos, porque así lo obligaba el contrato, pero sólo por eso. Nada de brillantez, nada de chispa, nada de genio, a pesar de la inversión en promoción efectuada por el canal privado y sus promesas de una experiencia casi religiosa. A la postre, nadie duda de que ha resultado mucho más interesante y rentable el planteamiento de La Sexta, con la verborrea esperpéntica de Andrés Montes como punta de lanza, que el de su canal amigo. Viendo a Maradona retransmitir uno de los partidos del Mundial, recordé aquella convicción, que ya había incubado cuando el mundo entero asistió al circo del juicio contra Michael Jackson por pederastia: debería morirse. La imagen de Maradona ganaría mucho con una muerte fulminante, su condición de semidiós perdería el semi para legiones de seguidores y se convertiría en una persona respetable para todos aquellos que lo desprecian. Después de contemplar las escenas del futbolista teatralizando su hipotética recuperación de las drogas en Cuba, tras contemplar su horripilante show semanal en la televisión argentina, sólo me queda pensar en que, en el futuro, este personaje no tiene más opción que ir a peor. Maradona es una figura trágica, como cualquier héroe, y el final del héroe, desde los tiempos de la épica griega, siempre ha sido el mismo: el sacrificio, la fusión con la inmortalidad a través de la muerte. Lo contrario será un ir apagándose lentamente, un ir arrastrando una existencia miserable y gris, muy alejada de aquella brillantez que lo aupó hasta la condición de ser divino. Algo así como el Jack La Motta que reflejó brillantemente Scorsese en “The Raging Bull” en sus últimos días: un ser gordo, mediocre, poliadicto y borracho, anclado en una perpetua revivencia de sus glorias pasadas. En una sociedad donde predomina la simbología dual, Maradona simboliza el polo opuesto a Pelé. El primero, como Mr. Hyde, el Increíble Hulk o el mismísimo Dionisos, representa el genio oscuro, perverso, monstruoso, imprevisible, desastroso en su sino y destino; el segundo, como el Dr. Jekyll, Bruce Banner o Apolo, ejemplifica la pulcritud formal, la perfección, lo irreprochable e impoluto. Nadie podría pedir a Pelé que acabara con su vida, ya que su mito está hecho de otros mimbres. Pero el mito de Maradona está apegado a la muerte, porque representa un heroísmo de arrojo. Sólo desde este heroísmo puede entenderse la gesta suicida de “la mano de Dios” contra Inglaterra en el año 86. Diego Armando Maradona no tiene rehabilitación posible, porque es un mito hecho de perdición. Es, en este sentido, un maldito, a la manera de Rimbaud, Verlaine y los suyos, o también a la manera de los grandes “mártires del rock”, o de los beatnik norteamericanos. En su interesante ensayo “Rastros de Carmín”, Greil Marcus traza una historia alternativa del siglo XX basada en el impulso de autodestrucción y la teoría de la negación. Maradona podría haber ocupado muy bien uno de los capítulos de este ensayo, como materialización del primer y último punk del fútbol. Tiene todos los atributos para serlo, pero sólo le falta un detalle crucial: superar la muerte.