El fracaso del parlamentario británico George Halloway en la versión inglesa de "Gran Hermano", donde el 65% de la audiencia secundó su salida de la casa (el porcentaje más alto alcanzado dentro del programa en todas sus versiones nacionales), merece una reflexión sobre la difícil relación entre la política y la televisión. Y es que los políticos siempre han mirado hacia la televisión con gran apetito, conscientes de que, en nuestra mediatizada sociedad occidental, no existe un vehículo más democrático y con mayor capacidad de amplificación y difusión que el medio televisivo. Este principio básico de nuestra realidad social es el que, entre otras cuestiones, ha favorecido el inevitable acaparamiento por parte del poder político de los medios televisivos públicos, y el que, en último término, está provocando situaciones esperpénticas y ridículas entre nuestros dirigentes y representantes, que cada vez se muestran menos reacios a perder su propia dignidad con tal de acceder a las audiencias.
Sin embargo, la experiencia de Halloway demuestra que los políticos no están bien vistos en televisión. Eso significa que, al menos, aún hay hueco para la esperanza: la ciudadanía todavía parece capaz de discernir entre algo serio como la Res Pública y la frivolidad del medio televisivo. Estamos dispuestos a digerir un debate político, pero nos mostramos inflexibles ante la concurrencia de un político a un programa de telerrealidad. Este matiz no es ninguna tontería: durante años, los expertos en marketing político han sobrevalorado la importancia de la televisión como herramienta de multiplicación de los mensajes políticos y como mecanismo de forjamiento del liderazgo. Sin ser mentira, la experiencia de Halloway confirma que la fama es algo distinto de la popularidad: se puede ser tremendamente famoso pero también tener una imagen nefasta. No basta, pues, con salir en televisión. Esto pone en tela de juicio muchas cosas, desde Vendetta de Alan Moore hasta Un Mundo Feliz de Huxley. Es un lugar común decir que la televisión es un medio idiotizante, pero al menos en Gran Bretaña los políticos han demostrado ser más idiotas que la audiencia.
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