Miguel Iríbar
Acabo de leer el ensayo “Planeta Rosa” (EL JUEVES Ediciones), escrito por el periodista Pepe Colubi en clave de humor y profundo desprecio hacia el llamado mundo del corazón; no en vano se subtitula “El casposo mundo de los famosos, famosetes, chismosos y demás morralla”; en él se hace un exhaustivo repaso a gran cantidad de programas y personajuchos que han poblado las televisiones desde principios de los 90, sí, aquella época en la que veíamos a Nieves Herrero y pensábamos con entrañable inocencia que era imposible llegar más bajo. Al rememorar casi con terror algunas escenas increíbles, o recordando la capacidad de algunas familias (los Ubrique, los Jurado, los Rivera-Ordóñez, los Martínez de Irujo…) para generar mierda (no se me ocurre una palabra más exacta), uno piensa de entrada en lo penoso del asunto, en el descalabro de la conciencia colectiva; quizá no exista un futuro digno para la televisión o la telebasura, como no lo existe para el McDonalds y la comida basura, o para la democracia mundial y la política basura; en todo caso, como apunta Colubi, si contamos la máxima audiencia de un líder de lo inmundo como fue “Crónicas Marcianas”, no llegamos ni al millón y medio de espectadores en sus días buenos, es decir, hay 42 millones y medio de españoles que se pasan esa telebasura por el forro, que duermen o hacen el amor o ven otras cosas o aciertan a apagar el dichoso invento catódico.
Por supuesto, hay datos que hablan por sí solos: 7 revistas del ramo rosa se reparten la venta de 127 millones de ejemplares al año; cuando comenzó “Crónicas” había ocho programas de televisión dedicados al mundo del corazón, y cuatro años después la cifra aumentó a diecisiete.
Hoy en día terminaríamos antes si contásemos primero aquellos programas que no dedican parte de sus contenidos a este tinglado. Es decir, la guerra está perdida.
El pasado sábado, viendo “Salsa Rosa” como quien traga un jarabe de mal gusto, asistí al espectáculo de un tal Dayron, de GH, que movía el culo delante de una calamidad teñida de rubia que pertenecía al mismo programa y que minutos antes había intercambiado los más soeces insultos con él. Detrás de esta dañina imagen, se veía el rostro de la siguiente invitada, una llorosa mujer que esperaba su presentación tras el triste baile. En dos segundos, esta señora pasó a contar una escalofriante historia de maltratos supuestamente protagonizada por ella y el ex torero Jaime Ostos, a la sazón padrastro de la hija de ésta.
La sensación al ver estos programas se parece cada vez más a la que sufría con el programa del Doctor Beltrán, “En buenas manos”: aguantaba unos segundos hasta que mi sensibilidad y un par de arcadas me obligaban a cambiar de canal, pero por dentro pensaba que aquello era algo natural y no había que tenerle miedo. Por aquel entonces inicié una fase de desconfianza hacia los médicos que ahora relaciono con la que siento hacia los espectadores. Sé que no es nada justo: al menos los médicos hacen algo útil, salvan vidas en nuestro cada vez más rosado planeta.
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