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2006/04/18

¿Quieres ser Dios?

Desde el pasado domingo, el canal neoyorquino A&E emite un nuevo y sorprendente reality. Con el título de Dios o la chica, plantea la disyuntiva más antigua y machista del Antiguo Testamento, la salvación frente a la tentación carnal femenina, y sitúa al planeta de los reality shows en una órbita hasta ahora desconocida: la órbita del misticismo. Cuatro jóvenes deberán escoger entre la fidelidad a su vocación religiosa o dejarse llevar por sus apetitos sexuales más primarios, representados en una Mujer 10 cuyo único cometido durante las 24 horas será poner frente a las cuerdas a los jóvenes concursantes.

El planteamiento de este nuevo reality, al margen de encumbrar a la mujer al estadio más sublime de objeto sexual (si habláramos de Pavlov, ellos serían los perros y ella la chuleta), plantea un interesante debate sobre la relación entre la televisión, la fama y la religión. Sin duda, la televisión se ha convertido hoy en el canal más infalible de acceso a la fama. El “famoso” adquirió todo su fundamento con la televisión; antes de esto, sólo existía el personaje popular, el hombre socialmente conocido, hábil para las relaciones, atractivo y dotado con carisma y talento; el modelo de personajes tan dispares como Cocó Chanel, Oscar Wilde o Truman Capote, considerados como reclamos que garantizaban el triunfo de cualquier encuentro social que quisiera alcanzar cierta notoriedad. La irrupción de la televisión convirtió la fama en algo muy diferente de lo que era hasta entonces, el “famoso” no tenía por qué tener más atribución ni adjetivo que el mero epíteto. En cuanto a la relación entre fama y religión, resulta obvia: constreñidos en nuestra condición de hombres finitos y limitados, la fama se plantea como el simulacro más próximo a lo divino. En 1967, en plena euforia de fama y excesos, Lennon pronunció aquella frase inolvidable: “Ya somos –en referencia a los Beatles- más famosos que Jesucristo”. Sin duda se trata de uno de los patinazos más sonados de la Historia del pop, pero también de uno de los testimonios más lúcidos de los peligros de la fama. En El show de Truman, el personaje principal llega a convertirse no sólo en un ser entañable para generaciones de televidentes, sino en un trasunto de Dios, alguien alabado y admirado, todo un modelo de referencia ética. Ahora, por primera vez, un programa de televisión afronta esta relación de forma directa, sin devaneos ni pretextos. Logrando sortear las tentaciones de la carne, como Jesucristo rechazó las ofrendas envenenadas del Demonio en el desierto, el personaje televisivo alcanzará la fama, y lo hará a la manera de Dios: empeñando su propio sacrificio y la negación de su humanidad. Se convertirá así en un modelo a seguir, un profeta catódico, alguien a tener muy en cuenta para todo lo referente a la moralidad. Algo así como el Padre Apeles, pero con una fe testada ante notario.

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