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2006/04/19

Paquirrín, o el nuevo Prometeo

Leporino García

Pongamos que Mary Shelley hubiera vivido en nuestro tiempo. Pongamos que en lugar de recluirse en aquel castillo victoriano junto a Byron y sus amigos lo hubiera hecho en un piso del barrio sevillano de Triana. En tal supuesto, estoy seguro de que, en lugar de un personaje como Frankenstein, hubiera alumbrado una figura tan inquietante, triste y digna de compasión como Paquirrín. Y no estoy hablando del físico. Hablo de su condición de monstruo mediático, de engendro fabricado por las manos humanas con fines espurios que al final acaba volviéndose contra sus creadores. Shelley concibió al nuevo prometeo. Nuestro vertedero televisivo ha creado al prometeo mediático. Quico, Paquirrín, el Hijo de la Pantoja, todas son formas diferentes de aludir a un mismo icono: la personificación del daño que provocan los objetivos, los peligros de una vida moldeada por las cámaras. Las declaraciones de este fin de semana en el programa “Salsa Rosa” me recordaban los estertores del monstruo que perseguía al doctor Frankenstein por el Polo. Y aunque un asunto como éste resulta difícilmente abordable si no es desde la frivolidad, me parece que en realidad esconde un drama bastante serio.

Recuerdo que yo era muy pequeño cuando las cámaras ya seguían a aquel niño por las calles de Los Remedios. Su madre, la Pantoja, lo exhibía ante los medios como un triste trofeo y como evidencia dolorosa de su viudedad. El niño se recluía entre las piernas de sus mayores, y se le veía asustado ante la voracidad de los flashes. Cada uno de los movimientos de su madre, entregada a una existencia de plenitud mediática, eran también auscultados en la boca del niño. Los medios siguieron de cerca la aparente transformación de la viudedad dolorosa de la madre en una viudedad alegre y homosexual, que más tarde derivó en un carácter presuntamente ambicioso y, al decir de los medios, en una personalidad agresiva y egocéntrica. Por último, la Pantoja se ha transformado ahora en el símbolo del “trepismo”, gracias a su vinculación con Julián Muñoz, el continuador de Gil en el Imperio Marbella. Cada uno de los dolorosos episodios de su madre, el prometeo mediático los padeció como heridas contra su piel, heridas que a su vez iban forjando su condición de animal televisivo. Ahora Quico supera la veintena, y pacta con su creador: a cambio de dinero, ha vendido lo que le quedaba de intimidad a una televisión; él mismo se inmola en la plaza pública, se inflinge autolesiones que por otro lado le permitirán seguir sobreviviendo. Este vuelo kamikaze no augura buenos presagios. Confieso que el chaval me cae bien: espero no verlo perderse entre los fiordos del Polo.