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2007/02/26

Repugnante "Sorpresa, Sorpresa"

Por más vueltas que le doy, no logro recordar un programa que me despierte tanta animadversión y repugnancia como Sorpresa, Sorpresa. Ni siquiera la charcutería del tomate consigue levantarme de ese modo el estómago. Honestamente, pienso que se trata de un espacio nocivo, hiriente para el buen gusto y para la sensibilidad de cualquier espectador mínimamente formado. Resulta repugnante por muchas razones, pero entre ellas destaca especialmente su presentadora, Isabel Gemio, y la forma que tiene de conducirse en plató. Con lo que ha llovido en estos días con el anuncio supuestamente ofensivo y machista de Dolce & Gabanna, no sé cómo las asociaciones de defensa de los televidentes pueden permanecer ajenos a esa exhibición semanal de humillación y trato vejatorio desplegado por la señora Gemio.

El domingo casi vomito el yogur al contemplar la escena, la última antes de decidirme a apagar la televisión: un joven había decidido aprovechar el programa para pedir en matrimonio a su novia. La Gemio iba haciendo su habitual paseíllo por el público, metiendo el miedo en el cuerpo a la concurrencia, hasta que decidía detenerse a la altura de una pareja. Por fin se resolvía la primera sorpresa de la noche. El joven, que saboreaba su minutos de fama, se arrodillaba a los pies de la novia, y desenfundaba un anillo de diamante. El propio planteamiento visual ya era un insulto, por no hablar de la música diabética de Día de los Enamorados en El Corte Inglés que retumbaba ensordecedora en el estudio y que obligaba al joven casi a gritar su petición, pero sin duda lo peor era la agresiva inmiscusión de la Gemio. Situada por encima de los dos jóvenes, la presentadora introducía entre sus cabezas el micrófono, a modo de pene invasor, e interrumpía al chico en su declaración, que sin duda nunca habría imaginado así. Pero lo peor estaba por llegar. Sin venir a cuento, la Gemio empezó a preguntar por la procedencia del diamante; extemporáneamente, como si echara sal sobre un caramelo, se lanzó a hacer un alegato contra el tráfico de diamantes en África, y a alabar la última película de Di Caprio. Había que ver la cara del pobre chaval, que a esas alturas seguro que ya estaba arrepentido de la iniciativa. Ya no pude ver más. Me acosté con una mezcla entreverada de sentimientos, a la deriva entre el bochorno y la indignación, y pensé que, en realidad, no hay ninguna diferencia entre el espacio de la Gemio y la matanza de un cochino. No entiendo cómo pueden prohibirse las corridas de toros en Cataluña y cómo este toreo de carne humana no sólo se permite, sino que se respalda con sobredosis de audiencia.


Isabel Gemio es una mala, pésima presentadora. Y lo es por muchas razones. Sus errores de sintaxis y gramaticales son sólo una anécdota (especialmente chirriante resulta su empleo recurrente de la conjugación “ves”, segunda persona del presente “ver”, en función imperativa, en lugar de “ve”, de ir), si se comparan con su incapacidad para tratar a las personas de una manera humana y cercana. Siempre se sitúa en un escalón moral por encima de los sorprendidos, algo que se materializa no sólo en la propia figuración ante la cámara (ella habla de pie, e inclina su pene-micrófono sobre las víctimas), sino, sobre todo, en la forma de abordar las entrevistas. Como el nazi frente al inofensivo judío del gueto, Isabel Gemio aprovecha su conocimiento de las sorpresas para humillar y atemorizar a los sorprendidos. Por momentos me recuerda a un profesora de primaria despótica, pero otras veces me parece un monstruo, sobre todo cuando hurga en las heridas de los entrevistados, cuando se regodea en los detalles penosos de sus vidas, y especialmente cuando realiza contacto físico con ellos: su forma de pasar la mano por la espalda, de pellizcar las mejillas o simplemente de agarrar el brazo me produce una inexpresable inquietud.


Todo esto sería más digerible si al menos el programa tuviera una pizca de buen gusto. Pero todo está montado como un gran banquete de caspa, una tarta descomunal fabricada con ingredientes cutres y de garrafón. Es como una gran OTI semanal, como una gala de fin de año pero sin uvas ni lentejuelas. Con la reposición de Sorpresa, Sorpresa, la tele está involucionando. Es un salto hacia atrás, al igual que lo es el revivalismo de máquinas de la verdad que contaminan nuestras parrillas. Ojo, que podemos ir a peor. No se extrañen que cualquier día, al encender la tele, se encuentren con las Mamá Chicho.

2 comentarios:

John Constantine dijo...

Bueno, tampoco hay que sentir tanta lástima por el concursante/s, que nadie les ha puesto una pistola para que acudan al programa, ¿no?. Eso sí, el espectáculo es bochornoso, no se puede negar.

Daniel Ruiz García dijo...

Es cierto, en realidad lo más penoso es que la gente que está en el estudio está encantadísima de pasarse 10 horas allí con una botella de agua y un bocata de choped. Y los sorprendidos, la gran mayoría, se mueren del gusto. Pero el mal gusto es muy contagioso. ¿La gente no se da cuenta del atraco? ¿Les da igual? ¿Somos un pueblo sin remedio? La verdad es que, con espectáculos así, uno pierde la esperanza.