
Los caminos del ansia de notoriedad son inescrutables. Ana María Ríos acaba de ingresar en la taifa de la fama rápida y fácil. Ya se ha hecho con los servicios de un representante, y después del asalto al quiosco ya se relame preparando su despegue catódico. No hay que ser muy torpe para imaginar que éste se producirá este fin de semana, en cualquiera de los espacios charcuteros que decoran el fin de semana.
La fama se ha afianzado, qué duda cabe, como un gran tótem de nuestro tiempo. Constituye un valor en sí mismo, algo que causa admiración, al mismo nivel que la inteligencia, el ingenio o la destreza física. Los famosos desprenden un halo a su paso que se acerca bastante al que provoca la contemplación de una piedra preciosa. Al margen de nuestra opinión sobre el famoso de turno, al rozarnos en el AVE con cualquier fantoche de cara televisiva padecemos cierta sensación de estar asistiendo a una epifanía, un momento vibrante e intenso, directamente relacionado con nuestra experiencia de espectador televisivo. Hasta la persona más seria y coherente no puede evitar sentir cierta fascinación absurda al encontrarse con Isabel Pantoja en Barajas. En ese sentimiento inconsciente e incontrolable reside a mi juicio una pulsión atávica que nos acerca a las raíces de lo religioso, del culto primigenio al tótem, a la figura, al símbolo.
Gracias a la Revolución Francesa y a la Ilustración, conseguimos domarnos y aprender a convivir con las categorías, la estructura y la razón. Occidente está construido sobre los principios apolíneos y sobre el pensamiento científico. Pero hay aspectos que huyen por los resquicios de esta estructura. La religión es una de ellas. La fama constituye algo así como una especie de religión pagana y postmoderna, plagada de iconos y de símbolos tan ricos como cualquier fresco de Miguel Ángel o de El Bosco. Su problema, como casi todo lo postmoderno, es la vacuidad: la condición de carcasa hueca, de huevo de chocolate que no depara ninguna sorpresa en su interior.
Ana María Ríos probó la miel de la fama con su infortunio en Cancún. Fue una fama fea, sucia, desagradable, pero lo suficientemente adictiva como para incitarla a repetir. Lo único objetable, a mi juicio, es el mal gusto de su opción: ya puestos, podría haber elegido alguna publicación menos casposa. Pero se trata, a qué dudarlo, de un golpe hábil y sagaz: con este viraje, la gallega acaba de abrir una nueva puerta en la gruta de la fama; la puerta más lucrativa y rentable, donde habitan, como en el Jardín de las Delicias de El Bosco, los monstruos, asesinos y degenerados con más lustre del Paraíso. Larga vida televisiva a Ana María Ríos. Muy pronto, se le rezará en los templos de la prensa rosa.
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