El lunes de la semana pasada, pernoctando en Sevilla ya de vuelta de las vacaciones, me dejé caer, cansado de intensas conversaciones de fin de semana, en un cómodo sofá al tiempo que encendía el televisor con la desgana del que sabe que va a realizar el inútil ejercicio del zapeo. De repente me encontré sin previo aviso y con agradable sorpresa ante la magnífica película que
John Ford rodara en 1939:
La diligencia. Este verano
La Dos ha ejercido con sapiencia y buen gusto su papel de televisión de servicio público programando durante todo el periodo estival una serie de películas agrupadas en diferentes ciclos diarios y emitiéndolas por fin a horas razonables: Cine del Oeste, Cine de Terror, Cine de Woody Allen... Los lunes el denostado (por algunos) cine del oeste es el protagonista, y gracias al ente público el mando quedó abandonado encima de la mesa, mi tiempo no fue desperdiciado y revisité de nuevo con gusto y placer esta joya hecha hace ya más de sesenta años.
Uno puede ver la película hoy día superficialmente y creer que lo que ve es una película más del oeste, con unos personajes que ya ha visto en infinidad de films y con una historia en principio nada compleja, en la que los personajes son asediados y perseguidos por un grupo de indios con malas intenciones durante un viaje en diligencia. Pero lo cierto es que
La diligencia significó la dignificación de un género que a finales de los años treinta
vegetaba y
sólo era considerado útil para películas de serie B hechas para el consumo rápido y sin ninguna pretensión artística o intelectual. Durante esa época, tras la irrupción del cine sonoro, se hicieron cientos de westerns de los cuales hoy no se recuerda ninguno, y el estreno de
La diligencia sirvió para confirmar una vez más que para contar una historia redonda, perfectamente articulada, con personajes definidos y bien caracterizados y que sirva como vehículo de una inestimable crítica social no es el género en el que se adscribe una película una cortapisa, sino un estímulo y un apoyo para darle otro enfoque y buscar diferentes metáforas narrativas.
Ford y su guionista habitual de aquella época
Dudley Nichols (con el cual
trabajó en las que fueron sus películas más importantes a finales de los años 30, principios de los 40) adaptaron la historia de un relato breve americano ( basado a su vez en el cuento
Bola de Sebo, escrito por
Guy de Maupassant, que narraba el viaje en diligencia de una serie de personas durante
la guerra fanco-prusiana) y la convirtieron en un recorrido vital por los albores de una sociedad americana en pleno desarrollo mediante un incisivo y sarcástico estudio de caracteres, que utiliza el esquema básico de una película de aventuras para diseccionar mediante diferentes arquetipos sociales esa sociedad incipiente, repleta de prejuicios y ambigüedad moral en la que a pesar de todo eran capaces de brillar los corazones nobles.
Desde las primeras escenas observamos con claridad que el director y el guionista están de parte de los perdedores, de los desechos sociales, de aquéllos que son echados del pueblo por un estrafalario séquito de mujeres vestidas de riguroso negro, símbolos de la represión y la censura, que se arrogan el derecho de decidir cuáles son las buenas y las malas costumbres. Nos muestran así al médico borracho, un librepensador capaz de citar a los clásicos que hace de su vicio una forma de vida, y a
Dallas, la prostituta de buen corazón, despreciada y desplazada por una sociedad cínicamente estricta en lo moral. Estos dos personajes montarán en la diligencia camino a ninguna parte, huyendo de su pasado sabiendo que no tienen ningún futuro, pero con una actitud tremendamente digna, con esa dignidad con la que
Ford siempre inviste a sus perdedores. Junto a ellos viajarán una señora del Sur en busca de su marido, un apocado viajante de whisky que será fruto de continuas atenciones por parte del doctor para conseguir beberse su alcohol, un jugador de póquer de procedencia sureña (antiguo caballero que ha terminado en la frontera tras la dolorosa derrota en
la Guerra de Secesión) y un banquero corrupto y ladrón (con el que la historia se ceba especialmente, reflejo de lo que el progreso y los nuevos tiempos traerían a la nueva sociedad americana).
La diligencia cuenta también en su viaje con un cómico conductor, y el sheriff que va a la caza de un fugitivo, hijo de un antiguo amigo, que trata de vengar la muerte de sus familiares matando a sus asesinos. Se trata de
Ringo Kid. El primer papel protagonista serio de
John Wayne, tras años de producciones de bajo presupuesto y calidad. Realmente dudo que
Wayne hubiera llegado a ser algo en el cine sin
Ford. Exceptuando algunas de sus interpretaciones para películas de
Howard Hawks, la mayoría de los personajes que representó
en el cine fueron más bien planos, sin aristas, en correctas y solventes películas de aventuras y del oeste, además de participar también por supuesto, en decenas de bodrios innecesarios. Pero gracias a
Ford, a cómo lo moldeó y a los papeles que le ofreció,
Wayne fue capaz de traspasar el umbral de sus propias limitaciones y brindarnos algunos de los momentos más emocionantes e intensos del cine norteamericano del último siglo. Su presentación en la película, ya es un señal evidente, una declaración de intenciones del director, que sabe que está presentando a una futura estrella: desde la d
iligencia en carrera se escucha un grito de alto y la imagen se acerca rápida, en un zoom vertiginoso hasta un jovencísimo
John Wayne, lleno de polvo y sudor, cargando su rifle con una mano mientras que con la otra sostiene una silla de montar, hasta que nos muestran, desenfocándose un instante, su rostro. Dos segundos. Una leyenda. Ford había creado a su héroe, a su reverso, al actor sobre cuyos personajes
trasladaría muchas de sus obsesiones y a través del cuál contaría las mejores historias de su carrera.
La película se vertebra a partir los diferentes momentos en los que
la diligencia hace una pausa en su viaje. Contando como tal el inicio del trayecto, en la ciudad de partida, cada una de estas cinco pausas sirven como puntos de inflexión en el desarrollo de las relaciones de los personajes, entre sí, con el mundo que los rodea, con sus expectativas, prejuicios, sus miedos, sus deseos ocultos e ilusiones frustradas. Tras la presentación de personajes tan contrapuestos y enfrentados en la partida, la primera parada sirve para que sepamos que en su peligroso viaje este grupo de personas estará solo, no podrá contar con la ayuda de nadie y sólo se tendrán los unos a los otros. Pero todavía no pueden superar sus propias limitaciones sociales. Con una iluminación clara y dura, en torno a una gran mesa, mientras los pasajeros se disponen a comer, con economía de palabras y sutileza de miradas y actos, se nos muestra el enorme desprecio que se siente por la prostituta por parte de los representantes de la sociedad burguesa que se considerar moralmente superior (banquero y sureña) así como la ingenuidad de
Ringo que lleva desde los 17 años en a cárcel y trata a las dos damas con las que comparte viaje por igual, sin entender o comprender que
Dallas es una prostituta, y por eso ni siquiera para un buen hombre como es el sheriff merece el más mínimo respeto. La segunda parada se convierte en la más importante de todas. En ella
Ford utiliza los claroscuros, los juegos de sombras y luces con evidentes fines dramáticos cargados de significado. El legado expresionista de
Murnau y
Lang que utilizó Hollywood con precisión y gusto durante años en el cine en blanco y negro, y cuyas sutilezas y emociones se perdieron con el color. La realidad voltea los prejuicios y son los dos desechos sociales, el médico borracho y la prostituta los que emergen desde el submundo social para durante unas horas convertirse en los artífices y responsables de la llegada al mundo de una nueva vida.
Ford redime a la prostituta con un solo plano, hermoso, donde una
Dallas extrañamente iluminada muestra al resto de viajeros la niña de la dama sureña que ha ayudado a traer a este mundo.
Ford como siempre, roza el sentimentalismo si caer en él, trasmitiendo emociones contenidas con fuerza y delicadeza. Tras este mínimo oasis, el espectador sabe que todo volverá a su lugar, y eso se hace evidente con la amarga conversación entre
Dallas y el doctor en la que éste le advierte pragmático, sobre sus ilusiones de un futuro con
Ringo devolviéndonos de manera abrupta y desagradable a la realidad de
los prejuicios y los estigmas sociales de cuyo yugo no es fácil escaparse. El viaje continúa y con él un crescendo en la sensación de urgencia y
peligro. La tercera parada se produce en una estación de postas que ha sido completamente destruida y saqueada
por los indios y tras la cual sólo les queda esperar la muerte a manos de éstos o llegar a su destino. Es el momento que Ford esperaba, tras 65 minutos de amenaza permanente pero sin una sola imagen de aquéllos que acechan a la diligencia, aparecen los indios. El peligro se hace presente, no como una amenaza sino como una realidad. A pesar de que la película, como ya comenté, es principalmente un estudio de personajes, cuyas relaciones se articulan y desarrollan con la precisión del mecanismo de un reloj,
La diligencia permanece en la memoria del público principalmente por dos motivos: la utilización por primera vez en la carrera de
Ford de los espectaculares paisajes de
Monument Valley, cuya grandeza y majestuosidad quedarán ligadas de por vida
a este director, que los volverá a utilizar en otras cinco de sus películas; y la persecución que se produce en una zona desértica tras pasar el río. Ninguna otra persecución a caballo en la historia del cine ha llegado después a las cotas de emoción que la galopada desesperada de esa diligencia es capaz de transmitir. Una persecución sin tregua, en la que al director le importa un comino cargarse
reglas que se entienden como sagradas a al hora de rodar una secuencia (como aquélla que exige que todas las tomas de un movimiento se graben de manera que dicho movimiento parezca que se produce siempre en la misma dirección) y en la que somos testigos de momentos absolutamente enloquecidos como en el que un extra que hace de indio se deja caer entre los caballos y las ruedas de la diligencia sin que milagrosamente le suceda nada.
La historia llega a su fin. Llegamos al destino del viaje. La última parada.
Ringo va al encuentro de aquéllos que mataron a su familia. Con una magnífica economía de medios narrativos fruto de la enorme experiencia de
Ford en el cine mudo, se nos muestra como se reúnen los tres hermanos que se enfrentarán a
Ringo en un desigual duelo a muerte. Llega el duelo, pero no es importante. Queda todavía otra vuelta de tuerca al guión y cuando
Ringo se entrega a sheriff para que le lleve al penal de nuevo, éste con la ayuda del doctor le proporciona un carro para que él y
Dallas puedan huir a México, a empezar una nueva vida “
alejados de la civilización”. Un falso final feliz teñido de una enorme amargura. Una visión desengañada del mundo que se estaba construyendo, en el que las apariencias, el progreso y la civilización aún siendo necesarias, olvidaban y apartaban formas de vida alternativas más salvajes y no contaminadas por lo socialmente correcto. La mirada épica y mítica de un director sobre el pasado de Norteamérica. Una reflexión que impregnará varias de sus películas posteriores acentuándose en los casos de dos de sus obras mayores:
Centauros de desierto y
El hombre que mató a Liberty Valance. El final de una época, de un modo de vida.