La incorporación a las filas de Operación Triunfo de un personaje como Risto Mejide ha añadido un poco de colorido y chispa al aburrido circo en el que se había convertido este show de horripilantes niños probetas. En medio de tanto esplín catódico, las salidas de tono de este esperpento mediático de reciente alumbramiento han logrado, al menos, revolver a los espectadores de sus sillas, provocando en la audiencia sensaciones encontradas de indignación y divertimento. Por encima de todo, lo que resulta claro es que con este personaje Operación Triunfo se ha apuntado un valioso tanto en el complicado infierno de retorcer el cuello de los formatos agotados y sin salida. La operación ha resultado, además brillante, ya que además de inventarse un personaje, han logrado con ello acercarse a la significativa cuota de audiencia que despotrica y desprecia el tono dentífrico, alavandado y hortera del programa.
Risto Mejide pretende erigirse en símbolo de una parte de los telespectadores, normalmente de edad juvenil, que reniegan del formato por considerarlo vacío, mercadotécnico y superficial. Hablamos de los jóvenes que ven el talento musical como algo más que la habilidad del busto cantante. Normalmente, este tipo de jóvenes no es consumidor de radiofórmula, el principal público interno de los productos musicales de OT. Se decantan por conceptos musicales más elaborados, en los que todavía tienen validez valores como la composición, las buenas letras o la modernidad de las propuestas.
Todo ello parece encajar con el prototipo de Mejide. Con un look notablemente desfasado, que recuerda mucho al de los ex combatientes de Vietnam que se debatían entre la neurosis y la protesta contra el stablishment a finales de los 60, el singular juez de OT juega el papel de outsider. Lo demuestra con su propia mirada, oculta tras las oscuras lentes a lo John Rambo, pero también con su propia pose sobre la mesa del jurado: siempre informal, siempre calculadamente desabrido, como si estuviera preguntando permanentemente qué hago yo aquí. Y por supuesto, lo demuestra con sus palabras: sus comentarios son dardos contra toda esa tremenda casa de juguetes, contra ese edén californiano de chicas ceñidas y hombres guapos que representa la estética de OT.
Se trata, no nos engañemos, de una pantomima, de un tremendo teatro. Risto Mejide es un hombre de larga trayectoria en el ámbito publicitario; está familiarizado con las formas de vender y los mecanismos del reclamo. Aunque pueda parecer gracioso, nada en un formato como OT es improvisado: se trata de una composición perfectamente calculada. Bajo un atractivo envoltorio de carácter y diferencia, detrás del personaje no hay más que chapapote: la agresiva marea negra del apetito voraz de audiencia, que persigue a todo trance la contaminación del público disidente.
Risto Mejide pretende erigirse en símbolo de una parte de los telespectadores, normalmente de edad juvenil, que reniegan del formato por considerarlo vacío, mercadotécnico y superficial. Hablamos de los jóvenes que ven el talento musical como algo más que la habilidad del busto cantante. Normalmente, este tipo de jóvenes no es consumidor de radiofórmula, el principal público interno de los productos musicales de OT. Se decantan por conceptos musicales más elaborados, en los que todavía tienen validez valores como la composición, las buenas letras o la modernidad de las propuestas.
Todo ello parece encajar con el prototipo de Mejide. Con un look notablemente desfasado, que recuerda mucho al de los ex combatientes de Vietnam que se debatían entre la neurosis y la protesta contra el stablishment a finales de los 60, el singular juez de OT juega el papel de outsider. Lo demuestra con su propia mirada, oculta tras las oscuras lentes a lo John Rambo, pero también con su propia pose sobre la mesa del jurado: siempre informal, siempre calculadamente desabrido, como si estuviera preguntando permanentemente qué hago yo aquí. Y por supuesto, lo demuestra con sus palabras: sus comentarios son dardos contra toda esa tremenda casa de juguetes, contra ese edén californiano de chicas ceñidas y hombres guapos que representa la estética de OT.
Se trata, no nos engañemos, de una pantomima, de un tremendo teatro. Risto Mejide es un hombre de larga trayectoria en el ámbito publicitario; está familiarizado con las formas de vender y los mecanismos del reclamo. Aunque pueda parecer gracioso, nada en un formato como OT es improvisado: se trata de una composición perfectamente calculada. Bajo un atractivo envoltorio de carácter y diferencia, detrás del personaje no hay más que chapapote: la agresiva marea negra del apetito voraz de audiencia, que persigue a todo trance la contaminación del público disidente.